“...cientos
de árboles contienen el aliento sobre tú cabeza...”.
Ángel
González
Vivo en el bosque
del abecedario, entre sus árboles y los recitales de letras que en
él se componen. Me localizarás pasando el río al cruzar por el
segundo puente, el que está hecho de troncos. Doy estas indicaciones
para que me encuentres pues no recibo visitas. No me aburro por estar
solo ni la apatía va conmigo, tampoco padezco alguna extraña
soledad.
Pero deseo tener un
encuentro en mi bosque de letras, viendo tú imagen entre los
árboles. La petición de que vengas la escribo con la clara
intención de que estés aquí. Sólo te demando la silueta perfilada
o dibujada entre dos de los robles de enfrente. Incluso me conformo
con tú presencia en forma de bruma en la espesura de la arboleda.
Cuando llegues, te
enseñaré el arte del abecedario con la gloria de una "g"
y la intuición de una "i". Cuando las veas a ambas unidas
notarás el espíritu del bosque, el cual me visita desde hace años.
Charlaremos y
hablaremos con devoción y hasta platicaremos con atención. Las tres
cosas a la vez porque son lo mismo. Esta es la manera que tengo aquí
de encadenar la libertad de la expresión, es mi forma de vivir con
las palabras todos los mismos instantes.
Cuando vengas
haremos un fuego con algunas letras y verás que por mucho que se
quemen siguen impecables. No se chamuscan aunque te empeñes en ello,
y hasta son muy calladas. No hay quejas. Lo descubrí con la hache
una noche de frío en que metí una de las mayúsculas en la hoguera
y ni una chispa saltó como espiga al viento, ni un quejido. Es una
letra silenciosa y cuando está como brasa, sigue muda. A la mañana
siguiente estaba igual: tiesa y apoyada en sus patas, como si nada.
Al resto de las letras les pasan cosas similares y todas siguen
lozanas y frescas después de una noche de quema.
Por mucho que veas
el lado gracioso, no te rias de mis artimañas porque no es un circo
lo que cuento. La situación es seria en el bosque, y más, desde que
tuve su espíritu sólo para mí. Vivir en el verdor del trazo de una
letra “v”, o en la máxima del tronco de una “m”, desprende
un enigma que hace que en las letrillas reaparezcan las formas del
misterio, y esta situación no es premeditada.
No estoy en la
arboleda a cambio de darme el pego de impenetrable ni para estar por
encima del consumo sostenible y murmurar que soy más ecológico. Lo
que me pasó es que brinqué del cemento a una espesura sin señal de
satélite, sin tener ante mí el engendro de una propiedad. Así fue
como llegué a todas las combinaciones del alfabeto, haciendo que
rebotaran como pelotas de frontón entre los árboles del bosque del
abecedario.
Sin embargo, ser el
custodio de un bosquejo grafitero no siempre entraña bondades, pues
hace unos cuatro meses, en la tercera semana de abril, apareció un
tipo que dijo era el cobrador. Que a ver si pagaba mi estancia en el
bosque porque sino lo hacía la cosa iría a mayores. Me informó que
mi puesto peligraba y que mi terreno se podría disolver, arar y
talar, quedando como un indescifrable alifato árabe y reducido a una
jota. Pensé que estaba jodido, pero reaccioné de inmediato y me
lancé a solucionarlo. No deseaba que la selva arbolada finalmente se
conviertiera en un lugar donde se recordara mi estancia con tres
poemas en un tronco; no quería que mi experiencia quedara como el
cautiverio vivido entre unos frondosos árboles.
Incluso pensé que
hasta algún cantamañanas haría de todo ello una canción, triste y
melancólica, tatareando un "la la la" al hombre del bosque
del abecedario. Demasiada letra compungida para tanta caligrafía
enamorada, y con dos estrofas patéticas, languidecer mis arrebatos
de optimismo solitario. No deseé tener una canción por mucho acorde
en sostenido que llevara o con arpegios ronroneados a tres dedos.
Así que solventé
la deuda con un trueque de monedas por comas y los puntos. Hice
collares enganchándolos como si fueran perlas hasta que llené un
saco completo. Después vendí todas las gargantillas; las liquidé
en la orilla del río haciendo ofertas a los peces. A ellos les
encantan las comas y los puntitos, tanto desperdigados como en forma
de joyas, porque construyen juegos serpentinos moviéndo la cola y
pasando a ras, jugando como locos a zigzaguear. Pasan horas en
zarandeos en los que construyen sueños para sentirse unos delfines.
De esta manera
mercadeé para conseguir la calderilla con la que aplacar al cobrador
y solventar el adeudo. Pero mantuve alejados de la reventa los puntos
de arriba y las comas de abajo, porque es lo que da aristocracia al
abecedario. Ofrecen, colocados como dos rebanadas, el contraluz de
una graciosa sensualidad; además, continúa con lo anterior. ¿Lo
ves?, no hace un corte de tijeras ni deja cicatriz; mira cómo lo
enlaza y cómo sigue el caminito siguiente. Esos puntos y comas
marcan el sendero que va a continuación, y en un bosque es
imprescindible tales señales. Pocos cuentos se habrían escrito sin
las señales puntualizadas y hechas con unas migas de pan, con las
que descubrir por dónde debía seguir escribiéndose la fábula.
Observarás las
cosas que se aprenden en el bosque marcando con las equis los atajos,
solventando imprevistos con las eles que caminan en fila india o
descansando sobre una “t”, convertida en taburete.
Es por ello que
deseo y te propongo que me visites. Para verte en lo tenue de una
bruma escrita y para sentirte en la improvisación de un escueto
abecé. Aquí es donde descubrirás con agrado las veintisiete y
estarás encantado de desabrochar de tu mente el corchete. Una vez
separado, podrás verlas por las ramas colgadas como si fueran ropas
de hilo lavadas en almidón. Y te aseguro que quedarás en éxtasis
cuando veas el espíritu que prolifera por doquier, desde cada raiz y
por cada una de sus hojas.
Te prometo que lo
descubrirás de inmediato, entre los átomos revoltosos de cada
garabato, y pegado a la letra con la que empieza eso que le llamas tú
nombre.
Anthel
Blau
“Nada
es lo mismo. Habrá palabras nuevas
para la nueva historia y es preciso
encontrarlas antes de que sea tarde”.
Ángel
González (poeta)