Se
trataba de la "the goddman particle", la maldita partícula
complicada de hallar, difícil de arañar e imposible de acariciar,
por cuanto de rara tenía; y por ser una insólita minucia, una
irreverente, siempre se convirtió en la extravagante obsesión.
Ahora,
la oveja negra ya no es tal, se ha vuelto la preferida y la más
interesante, la reina del carnaval. Por ello, la miga bonita,
inexplicablemente, ya tiene el título nobiliario de la Partícula de
Dios. El señor Higgs, se las vio y se las deseó para colocar en la
mesa del microscópio al escurridizo bosón, a la mota inconcreta tan
particularmente minúscula como su fuera un pelo de Dios.
La
triza, el horzuelo, o sea el bosón, en realidad es el apellido de un
físico y matemático de las tierra de Mahatma Gandhi que manoseaba
partículas con Alfred Einstein, el señor Satyendra Nath Bose. Con
el señor Higgs, la pizca endiosada, adquirió la virtud de ser
subatómica y, además, obtuvo el papel estelar de originar masas. La
masa pesada que se cuece en chup-chup por todo el universo.
Ahora,
yo amo a esta partícula en cuestión, no porque sea una uña de
Dios, sino porque soy un enamorado de las minucias. Quiero a esa
pequeña cosa que trasiega por los átomos y que planta la cara aquí
y que se desintegra seguidamente allí. De pronto, abre los ojazos y
después los desvía con mirada que te deja desorientado; además, me
fascina estar asombrado y en ascuas ante una chispita.
Sí,
quiero a la desconocida chispa, con sus pedazos desperdigados de un
tal Todo y que flotan como pompas de jabón en este gran lío de por
aquí, en este gran archivo comprimidito, apretujado y recompuesto,
colocado dentro del exhuberante cuerpo de la señorita materia.
Y
en todo esto, entre mi migaja de amores, me da que Dios se toma
varios cafés con leche en la esquina, mojando en el caldo de la taza
el escurridizo y perforado donuts de Higgs.
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