Unos tipos de pueblo,
con la filigrana de una pelota y con el empeine, se han transformado
en la daga afilada que destroza al enemigo, rematándolo, además,
a muerte. Se han comido todas las redes a pelotazos, agujereándoles
el orgullo una a una. Con resistencia numantina han llegado al cenit aplacando
cada tempestad dejándola en un fuera de juego. Lo han hecho rodando y triangulando, con un fútbol
fresco y estratégico que resiste al negocio de los fichajes de
estrellas, esos luceros que se encienden con una mecha corta.
Así que ha triunfado
un equipo del barrio, uno que juega entre cuatro esquinas de una
calle y que rompe de un pelotazo el cristal de la vecina. Es el
del grupito rojo y sudoroso que no detiene nadie en el endemoniado
asunto del juego de la pelota; y además, con la obsesión geométrica en la
cabeza, el cuadrilátero, han alcanzado el grial de la pelota.
Y
entiendo su griterio, porque a veces he manoseado los manguitos de un
futbolín.
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