Hace
dos días que circulé por una carretera de muchas curvas que
terminaba en una localidad muy tranquila; me detuve en el bar del
pueblo a tomar un café y a leer la prensa. Cuando vi la fecha del
diario me di cuenta que era el 2 de agosto de 1956. La sorpresa es
que en ese día aún no había nacido, y encima podía leer el
periodico y hasta tomar café.
No
pienso ir al loquero, simplemente, porque todo lo escriba como yo
quiero.
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Empezó
el fútbol lleno de gradas apasionadas, de los veintidós que
persiguen el cáliz de una pelota. Se alcanza este grial con
griterio y correteando por un prado verde con una constante obsesión
geométrica en la cabeza: el cuadrilátero.
Lo
sé, porque a veces he manoseado los manguitos de un futbolín.
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El
dios bondadoso ya no está en el cielo lleno de estrellas de
multicolores. La divinidad se ha mudado al altar celestial del parqué
bursátil, al paraíso de todas las plegarias donde se ora a diario el
peso del oro con ojos bien extasiados. En este nuevo cielo, es donde
por gracia divina muchos de sus rezos terminan con el culo al aire,
ya que el brillo del dorado finaliza centellando en otro bolsillo
debido a que son mejores las plegarias, además de estar resueltas con más convicción.
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Llegó el calor en el
isla: los gatos están panza arriba, el perro duerme plácidamente
debajo de una sombra, y yo remojo los pies en un cubo con agua.
Mientras lo anoto, pienso en cómo me atrae lo siguiente que
escribiré. Ya tengo interés por lo que todavía desconozco. El
resto son pamplinas.
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