martes, 3 de enero de 2012

EL MINUTO UNO

En el principio del minuto uno saltan los tapones de champán en Oriente. Es por el Pacífico donde empiezan a volar los corchos que declaran la llegada de un nuevo tiempo. Ahí comienza el año con un ritual espumoso que, con coloridos añadidos, salpica con religiosidad un sin fin de sonrisas y entrega sin rubor los besos primerizos.

Como una gran ola se levanta la cortina de las alegrías que recorren al galope de un caballo blanco todo el Planeta, de Oriente a Occidente. Un “tsunami” de esplendor y fiesta baña y reparte sin codicia millones de propósitos, anhelos y esperanzas; a esa cascada se entregan las mejillas, las manos, los labios y los achuchones, porque, en esos instante del minuto uno no se repara en gastos emocionales. Los compromisos de siempre se reinstalan otra vez en el disco duro, en los archivos que marcados con una cruz, indican que ha llegado de nuevo el jolgorio y los apretones.

Las ilusiones renacen de las cavernas del año finalizado, estirando los hilos de la emoción que son los retoques de unos deseos que fulguran a tope. Son aquellas ilusiones que brillan como luciérnagas en el minuto uno de cada nuevo ciclo, una vez puesto el cronómetro a cero. Están en el principio que siempre llega contado al milímetro, señalado con una exquisita precisión entre segundos y milésimas. Están en todos los instantes mágicos de la ceremonia en los que se corona al amor fraternal de la dinastía humana, en un rito en el que resuena el órgano del coro que acompaña el canto de la misma letra de cada año, con el mismo retronar de alegre revuelo en sus voces. La retahíla de una gigantesca melodía devora la Tierra con el coro de la humanidad y con colores del arco iris de la felicidad. Son, en definitiva, los adagios de besos y de abrazos, y es cuando se proclama la universalidad de que tenemos todos los mismos lazos.

Y mientras la filarmónica de seres humanos brilla en la obertura del minuto uno, el entramado inmediato que está en paralelo a nuestra monumental alegría, nos observa con el pijama de franela puesto, asombrados y para irse a dormir; él no celebra ningún minuto uno ni siquiera el siguiente: el dos, o el tres. No tiene contabilizado llegar a un último instante del tiempo para rememorar los propósitos de la dicha una vez ya finalicen los doce sartenazos del reloj. No está en sus planes renacer en un explosivo minuto uno.

Ese universo que vive en paralelo al nuestro y que observa como se fabrican los recuerdos que se reviven bajo el embrujo de las campanadas, son las especies y los genios del verdor, son los bosques llenos de árboles, son las montañas y los valles con sus formas contoneadas. También son aquellos seres que tienen cara y pelo que les da cobijo y que nos miran con ojos observadores, como felinos muy atentos al entorno viendo nuestros temblores ante la felicidad que, como si de una llamarada de petate se tratara, tantas veces muere en cada combate.

Es el encantado Planeta Azul que resiste como jabato al resto de minutos que siguen al uno, haciendo de tripas corazón para mantenerse a nuestro lado, viendo pasar nuestro tiempo, sea de día o de noche, en el que soñamos con las metas tantas veces diluidas en aguarrás. Es el que nos observa de nuevo bailar, danzar un vals mientras nos besamos y nos amamos en el abanico desplegado del desamor. Nos mira darnos los abrazos más vertiginosos con pasos de salsa que tienen el sabor de la espuma de un cava descorchado.

Nos ve todas las esperanzas adquiridas y cómo la felicidad del brindis se diluyen cada día en la cuesta empinada de enero, la cual termina rodando sin control en la pendiente de febrero. Y cuando llega marzo, ve como la calma de la primavera nos sonríe haciendo eco entre la suerte y la fortuna, donde ambas rebotan en el tapiz de los coloridos del primer minuto. Pero, al llegar abril, estalla para dibujarse en un mayo alterado. En Junio, observa como la ilusión es que la chiripa anhelada se extienda en tropel para que cuando llegue julio y agosto nos cante hasta el anochecer. Sin embargo, una vez en septiembre, sabe que sólo nos murmura para entrar a octubre, y envuelta en la niebla del noviembre, buscará hacer la última carambola de la felicidad, porque, cuando ya sea diciembre, sólo quedarán unos días para que salten de nuevo los tapones del champán desde la ola de Oriente. Y así es como, año tras año, en el instante del minuto uno, se destapan los mismos deseos y las mismas ilusiones, que se sirven en una copa que se apura con los deseos de tener la mejor suerte.

Con este desglose del coro emotivo de la humanidad que canta en silencio durante el año, ni los Mayas podrán dar el carpetazo con el calendario del acabóse. Porque habrá otros sesenta segundos del siguiente minuto uno, donde se descorchará de nuevo el ritual espumoso de los deseos y de los abrazos fraternales. Y nuevamente, en el final de otras campanadas sincronizadas, comenzarán más besos primerizos y más deseos de la mejor bonanza y fortuna.

Que esa dicha tan deseada esté en las subidas siguientes y que no se diluya en las pendientes por bajar. Que la felicidad se sienta desde enero a diciembre, y que se huela la prosperidad entre los coloridos del verdor y en cada uno de sus animales. Que minuto a minuto lata fuerte el bienestar sin detenerse, igual que un corazón de Planeta que resiste cada palpitación. Que ella, la felicidad, esté presente en todos los siguientes minutos del año en el que escuchamos el tic-tac de su latido.

Hasta el abrazo y beso del siguiente minuto uno.

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