miércoles, 16 de noviembre de 2011

EL TROVADOR




Soy trovador desde la vieja Occitania. Salté a la palestra para recitar lo último de cada fiesta por las plazoletas de los pueblos, para estar presente en los postres del medievo y cambiar tristezas por alegrías. Transité empedrados caminos desde donde metí el dedo en la llaga y hurgar en las heridas que dejaba el paso de la Edad Media.

Mi lengua, el Provenzal, creaba ocurrencias y enhebraba las cantinelas con ilusiones. Para entonces, Obélix y Astérix de la Galia, rezumaban desde hacía más de mil años; a ellos los recitábamos como los emblemas de una locura necesaria y de una productiva insensatez. Cantábamos, sin emplear los semitonos, la gracia por vivir en unos tiempos de desgracia, convirtiendo los improperios en leyendas, los injusticias en fortalezas y las pérdidas en hallazgos.

Fuimos como una televisión que emitía programas para la máxima audiencia. Hicimos de unidades móviles que, sin cables, entretenía a la muchedumbre sacándoles unas sonrisas entre sus profundas arrugas. Y las plebes, a cada ocurrencia la aplaudían, fuera por un simple verso, una ingeniosidad con voz picarona, o con cada capricho de las lindezas del trovar. En cada representación surfeamos en las crestas de sus lágrimas empleando el empuje de las olas de la añoranza.

En una ocasión, con complicidad besé a la Princesa Sigrid de Thule, a la que le recité su inminente encuentro con su amado, con el Capitán Trueno. Que con él sería la novia del siglo, la primera princesa que iría a lomos de un trueno repartiendo leña a diestro y siniestro, provocando tormentas entre las viñetas de cada historieta. Desde tales batallas y suspiros soñadores, inventamos el amor platónico cantando a la belleza anhelada, al incombustible oculto del mismo querer, a los ojos que se desviven por unos suspiros tantas veces imposibles de amor.

Con poesía trovadoresca desciframos cada corazón enamorado sin ramos de flores y sin emplear perfumes de Channel. Con troba prosaica, rica y hermética, amamos cada instante por donde pasamos hinchando ilusiones y regocijándonos con los amores. Por ellos hicimos mucho ruido y repartimos incluso mucho más que nueces. Derrochamos verborrea haciendo que apareciera una mentalidad más parecida al oro en cada una de las funciones y, entre dimes y diretes, intentamos que se soñara con la desconocida riqueza.

Cada gala era un ensayo para apartar la penuria, representando otra realidad en la que no estuviera ni la resignación ni el desencanto. Y eran recitados en cada trova los códigos que hacían posible estremecer la vida, empleando cuchicheos en la prosa y centelleos en los versos.

Fuimos, lo confieso también y con agrado, los bocazas del sarcasmo cuando revelamos los entresijos de los feudos, cuando con canciones de poeta mentamos como juglares cada preñada barbaridad del poder, cada arrogancia de los castillos que tantas veces eran regidos por la Estirpe de los Imbecilatos.

Trovamos y pasamos como una leyenda del medievo haciendo que brotara la locuaz tarea desde la contemplación, e incluso movimos los hilos más ocultos de la intriga al dejar desnudo a más de un rey; por ello, poniendo pies en polvorosa, nos libramos de alguna quema escondiéndonos en mullidos pajares, desde donde anotamos algunos males por venir y lo innoble aún por llegar. Porque escuchamos un poco por aquí y un poco por allá, sobre lo bajuno que cocían a fuego lento y en “chub-chup” los del "Clan Specularis", y hasta supimos que removían una olla de usura con un cucharón hecho de aguijón de alacrán, y que mercadeaban sin reparos con la fruta podrida.

Finalmente, corrimos campo a través perdiendo el laúd y la voz hasta que fuimos reemplazados. Dejamos de trovar, de cantar y murmurar, y nos apuntamos con sigilo a escribir desde las buhardillas de las ciudades, viendo como transcurrían los siglos encorvados ante las vigas del desván, pero siempre mirando por alguna ventana desde donde divisar un lugar, una calle, una plaza, un pedestal que llevara esculpido un recuerdo: aquí estuvo un trovador.

Y lo soy desde Occitania; desde entonces, el hito de pregonar cada hazaña y marcar cada baliza, me entretiene en los malabarismos de este teatro que sabe a leche y miel, de ese coliseo que se adorna con mil flores para su función, y desde el cual aún, sigilosamente, se recitan los mil caminos del trovar más ingenioso.

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