sábado, 22 de octubre de 2011

DESDE EL ANDÉN

Acabo de llegar de la estación del tren pero no he subido a ninguno; me he quedado en un andén comprobando unos raíles que no se ajustaban a las vías que van en paralelo y en el mismo sentido.

He observado las lagunas entre dos vías que en definitiva eran dos personas, he visto lo que separa el camino paralelo de un chico y una chica. Los dos jóvenes casi hablaban y yo pasé por ahí, igual que todo lo demás que iba pasando. Y no se enteraron de mí ni de nadie, aunque finalmente me vieron; hasta que eso sucedió, su distancia no les permitió verme ni siquiera adivinar su propio trayecto.

Ella fue la lanzada, la artífice del acercamiento al chico, la que se aproximó al paralelo de las vías de sí mismos. Se atrevió desde su timidez a jugar a los encuentros, a los amigos que parece que se gustan. Pero perdió, sucumbió, obtuvo una colosal derrota.

Y él fue el impresentable, porque no se enteró del esfuerzo de ella, no la vio derrotada ni quiso molestarse en descubrir su vía, la que trascurre al lado, una paralela a la suya. La ignorancia bailó sola sobre esa hilera de los carriles del sentimiento, la ineptitud hondeó como una bandera descolorada. Ese encuentro de un cruce de estación fue la guinda de la distancia, el desencuentro del encuentro.

Mi historia comienza con ella cuando se detuvo a saludarlo, a presentar a boca jarro su gusto por verle, a demostrarle su propio agrado. Al detenerse ante él, cantaba un me gustas y qué bien me caes. Pero él ni se inmutó, estaba sentado con sus piernas cruzadas mirando al techo, distrayendo la mirada en la nada para no someterse a la intersección, a sentir algo que no deseaba ni notar.

Atrevida y con arrebato, ella le dijo que ya sabía que se iban a ver. Le habló con una aura de pitonisa, pues, dijo, que intuía que se verían. Por eso ella movió ficha y le dio su carta de presentación: se acercó a saludarlo. Pero él ni se inmutó, se apalancó en la indiferencia, en la soberbia de sí mismo, en el argumento del cretino, en un qué me importa a mí semejante tontería. Mientra ella, de pie, luchó como una valquiria, una guerrera a pecho descubierto, sonriéndole y buscando caminos más a su gusto, facilitándole palabras y argumentos para poder continuar una fría charla de estación, de andén con trajín en sus horas en punto.

Mientras, el interior de la amazona hacía su agosto, se agolpaban los calores hasta que le rebosaron por la cara convertidos en tonos escarlata. Y él, de supremo idiota ante su presencia no tenía rango, ni matiz, ni tono. No decidía. Sólo deslizaba algunas palabras que hasta para mí, que soy el cronista del andén, vagamente apenas podía entender.

Ese chico mudo, el indiferente en casi todo, llevaba un arete en la oreja, el pelo rasurado en el cogote y las sienes, mientras, que en la parte superior apuntaban pelos en dirección al cielo. Tenía teñidas de oro las puntas que señalan a las nubes, antenas que, definitivamente, no le mandaron señales ni le comunicaron que delante tenía a una persona que se deshacía por caerle bien. Iba vestido de las estaciones, no de las que se detienen los trenes, sino la de las modas. Un conjunto informal con la que daba la apariencia de la indiferencia formal.

Ella, la parlanchina guerrera, iba con ropa holgada, con la que tapaba algo más que unos kilos extra. Disfrazaba su inseguridad, su propio desagrado, sus deseos imposibles de realizar; en definitiva escondía su disgusto, que lo transmutaba hacia afuera como una foto bien risueña. En un pliegue de su blusa ancha observé un temblor, vi su propia laguna y su soledad del paralelo deseado. Le escuché nítidamente preguntarse por qué siempre le pasaba lo mismo, por qué una y otra vez sus encuentros eran tan ridículos.

Entonces lloré por dentro cuando escuché ese desengaño, me entristeció verla detenida en el andén, sin tren, sin billete, sin conversación. Me jodió que sus artes de pitonisa no fueran más que humos de bengala, fatuas llamaradas de petate que nada encendían.

No me aguanté, así que me armé de valor. Le toqué el hombro y al girarse y mirarme le propuse que saliera corriendo, que su tren estaba en otro andén, en otra terminal. Que en cualquier instante iba a salir y que, además, tenía billete en primera clase en uno que no circulaba por vías estrechas. Que aunque le costara creérselo tenía asiento en un convoy que circula por la vía ancha.

Sin cortarme y con desparpajo, le sugerí que como estaba en la estación tomara en serio el detalle, que se dejara de buscar y empezara a encontrar. Asombrada me miró y entendió, es que sí era una adivina. De repente salió corriendo sin mirar atrás, unas escaleras mecánicas la alejaron del vacío y le llevaron a quién sabe dónde. Estoy seguro que como todo trazado de tren circulará en paralelo al que le acompañe.

Cuando ella se esfumó, el chico me miró con aire de que eso no va conmigo, de que nada me importa. Entonces fue cuando le rocé su enjambre apuntalado de la cabeza y le dije: deja de señalar tanto al cielo con pelos enredados, míralo de una vez sin tanta vanidad para que veas por encima de tí mismo. Ahí están todos los fotogramas de lo que ignoras. No apuntes más a la Vía Láctea sin antes haber trazado tu propio carril. No te enteras de que pierdes el tiempo, y él puede que termine olvidándose de tí.

No subí al tren, no iba a alguna parte. Sólo compuse esta anécdota recién observada, mirando las vías por la que circula mi propio vagón. Cuando salí de la estación, me quité el sombrero y miré al cielo caminando en paralelo con él.

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