viernes, 30 de diciembre de 2011

RECITANDO LO QUE ESCRIBO

Voy a leer lo que escriba, así que lo que anote lo leeré públicamente, a ver si me queda claro con mi propio resonar. Se trata de hacer un cambio de look, de registro. De escribiente a leedor, de anotador a recitador.
Empiezo a hacerlo, por lo pronto, y para que se oiga bien sin carrerilla, sin hurgarme la nariz y sin buscar palabras conmovedoras.

Es cómodo y sencillo dejar de imaginar, de improvisar, de componer hilos ocultos para entretejer axiomas de camino hacia alguna historia, porque ahora sólo leo, no pienso, no recreo. Deslizo con la voz lo de mi cuaderno de campo. Digo lo de un campo, para que sepáis que tengo una extensión inmensa sin escriturar ni notariar. Está aún en blanco y la he robado en Carrefour. Me refiero a las hojillas cosidas en una espiral que forman el blog. Mi suerte me acompaña, pues no me han pillado esos soniditos alarmantes que resuenan entre los muros de sensores, en los escáner del control del descontrol.

En el mangado libreto anoto como un exaltado escribidor, pero sin llegar al estado poético, para no pasarme de rosca, sino que lo hago entre los residuos del lirismo postizo, en la trastienda de un anticuario, aunque tampoco soy muy antiguo ni un trasnochado. Ni soy de los que miran lánguidamente por la ventana, con careto de jodido, recordando aquello de que nadie me quiere; de que en realidad no me desean y que, debido a ello, estoy cada vez más y más jodido en el revoltijo de las anotaciones, llorando encima de mis páginas sin escribir.

¡Me gusta, coño! Cuánta mayor cantidad de frases pongo como ésta, más me alucino de mí mismo, más deseos me nacen a seguir leyéndome. Así que sigo metido en mi lectura, recitando mis reglones torcidos, que, además, no sirven para nada. Pero los escribo porque sí, y los leo sin rubor. Es que me gusta perder el tiempo con el bolígrafo, las letras y las comas, más todas las hojas aún por estrenar.

El éxito de esto que hago ahora, lo de leerme, no depende de construir, sino de destruir. Porque el éxito sólo empieza por "e", y con acento, y finaliza con "o", y sin tilde. No son más que dos vocales de cinco. Es tan simple este asunto de llegar a la gloria, que todo depende de cómo pegue el monigote al final de la espalda, en el culo. Pero, como la victoria es también tan minúscula, tan de nalgas abajo, que le cuelgo este "pero" para que se embarre hacia lo surrealista, y a zancadas pase a algún lumbrera que emplea el abecedario perfecto. Yo estoy hasta el cuello con el imperfecto.

Si soy sincero, debo deciros, que lo oído de lo que leo no me suena para nada al ritmo de una melodía habitual, porque el Si bemol chirria y el Re menor está desafinado. Así que lo mejor es meterle alguna metáfora, pero de esas que no se entienden, de este modo quedará el texto inmortalizado durante un hora.

Me basta, tengo suficiente con sesenta minutos. Ese lapsus es el idóneo para escribir lo diferente, una inspiradora leyenda, y recitada como una canción de Bilitis. A ella, a Bilitis, mi lectura sí le pega como balada, porque descarga erotismo, abruma con caricias en la piel y desprende sudor y jadeos. A la semidiosa griega, la que vive en la oscuridad porque es casi ciega, la recreo en medio de este fregado, y si quisiera, hasta la metería en una frase tan lárga y de página entera, y, encima, por el otro lado la seguiría.

Cuando lo haga, será cuando volveré de nuevo a leer,... a leer,... a leer...

Esto, tal cual, hay que ponerlo así, en batería; hay que repetirlo como un loro. Releerlo, machacarlo con sutilidad y ponerle su apropiada cadencia de voz. Darle a lo mismo las veces que sea, y con una entonación que imprima alguna preocupación. Incluso, si fuera preciso, recitarlo como una matraca, y, erre que erre, ponerle en su final una ración de matarile. Sumergir todo el palabrerío en un etcétera para que se aleje de la voz, del papel, del cuaderno de Carrefour.

Así es como veo lo que leo: con los ojos cerrados y la voz muda, y hasta con un apetito feroz para devorar lo que sigue a continuación.

Haré, para lo siguiente, lo que dice el del bombín Sabina: pediremos la cena con velitas para dos, y a partir de aquí, entrarle por el cuello de la botella. Beber, beber y volver a beber hasta alcanzar el hartazgo del alcohol, ya que por ahí va la cosa más sublime.

El asunto que mola a raudales es ponerse ébrio, porque es como llega la gran inspiración. Esa es la clave secreta. Aunque si bebes no conduzcas, si acaso sólo manejaré al volante las creencias de que bebiéndo y maldiciendo me convertiré en un genio con lámpara, y que, finalmente, transmutaré a botella. La alquimia se destila con el alcohol y se evapora entre sus humores y vapores. Este es el humus de la meta materia, el compost de la sustancia incorpórea, la fórmula de las fórmulas con la que se obra el milagro de componer escritura y derrochar poesía. Es una maravilla. Es fascinante cuando aparecen sin más los poemas del copón, los mejores de la transformada inspiración.

Y aquí sigo, leyendo, y por ello ya me siento emborrachado de la locura que gusta, pero envuelto en la sátira que disgusta. Así es como me las doy de lector, haciéndome pasar por un escritor. Y de esta manera, el tonto de turno, el artista verdadero, ese que no pasa de la letra "a" de atormentado, podrá decir lo malo que soy leyendo, y también, por supuesto, escribiendo.

Gracias, encantador “a” de atolondrado, que sin entender una sola frase, has resuelto el galimatías de los vientos de mi ignorancia. Tú sabes que mis palabras, finalmente, no se parecen a las poesías. Ellas, las mías, no son más que unas alocadas y disfrazadas albarabías.

He terminado, ahora sí, de leerme.

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