lunes, 30 de enero de 2012

EL VUELO DEL ÁGUILA

Cuando tenía treinta y nueve años y un día, algunas veces a la semana subía a una loma y siempre lo hacía en horario de tarde; debajo de aquella pequeña colina se extendía un valle encantado.

Era un lugar por donde bajaban águilas a revolotear, y recuerdo cómo me inspiraban sus alas extendidas merodeando por las alturas, describiendo unos vuelos que me inspiraban otra manera de circunvolar.

Por entonces me gustaba decir, a mi manera, cómo eran sus aleteos y cómo se podía también levantar nuestro despegue. Me embarqué a planear, con solemnes hilos argumentales, cómo maniobrar en cada alzada.

Ahora tengo cincuenta y cuatro años y dos días, y resulta que vivo en el nido de las águilas, así que he llegado a la guarida de su secreto.

Aunque una fascinante incógnita ya había conquistado por entonces y estaba en todo lo que aprendí de cada una de las personas que conocí en aquella loma. Ellas, sentados frente a mí, en un mosaico de miradas ya planeaban por las alturas; además, me desgranaban cada palabra que decía con visión especial y cada una de las frases era anotada con delicadeza y fino oído.

Aprendí tantas cosas que lo llegué a ver casi todo desde arriba, también en rasante y hasta en picado; finalmente, hasta lo vi al completo y al revés. Fue porque me convertí en un especialista de turbulentas acrobacias observando a las personas y a las rapaces. Así fue como desenterré lo que más me importaba: el camino al interior apartándome de manadas y consignas.

Por ese camino y en aquel monte me reinventé; fue posible porque ellos, previamente, me habían inventado a mí. Resurgí del barro como si de una creación del génesis se tratara y me levanté impoluto y decidido a ir a mi aire. Contra viento y marea salí de la gama de los grises, de esa tonalidad por la que se desliza gran parte de la vida más corriente.

Desde la cima de aquel valle encantado supe que la imaginación era en realidad un puente que lo conectaba todo, que unía en arco iris el alma y el cuerpo. Lo supe de sopetón justo antes de subir una de aquellas tardes al cerro, por simples detalles del águila que volaba en el espacio del cielo interior. Desde aquel momento quise ser un aprendiz de alumno y sentarme en una silla, así lo anoté en mi cuaderno y lo registré en el plan de vuelo de aquel cielo de la tarde, entendiendo, a partir de entonces, que cada brisa que hallaba me enseñaba al genio que edifica todo el universo pendiente por crear, y del que yo, no tenía ni idea.

Desde entonces, todas las cosas las he observardo subido a la colina del interior, saltando al vacio del valle y extendiendo las alas para vencer la resistencia de la inseguridad. Hoy, si de pronto estoy en pausa, detenido sobre una roca de acantilado, es que me entretengo con los malabarismos del silencio desde alguna cota. Tales habilidades aprendidas de esa observación, son, en definitiva, saber permanecer callado sin buscar argumentos más que la quietud, escuchar lo que se oye con más coraje, e interpretar con sigilo cada melodía que suena aunque no me guste. Porque fue allí donde entendí el arte que hostiga a ver la obra que se llama la reflexión.

Y toda reflexión al no ser una obligación siempre crea panoramas únicos para el espíritu, antologías en cascada que descifran el enigma del entender. Por lo pronto, con esa técnica he dominado algunos detalles importantes, como saber barrer los deseos que sólo son el polvo de unas estrellas volatilizadas en el cosmos de las fantasias.

También aprendí que desde la madriguera de un águila, o incluso desde el puerto de un marinero, se rema o vuela en la misma dirección, sea moviendo plumas o surcando balandros. Se entrelazan las amalgamas de las miradas de todos con complicidad por ir juntos hacia el mismo destino y por la misma ruta de navegación.

Hoy, que ya quedaron atrás todas las religiones de alcantarilla y me he apuntado el viento del Embat, a ese corriente que trae la brisa desde el mismo mar de la vida, ya entiendo de la idea colosal de disponer de un alma intemporal, que desplegada con dignidad, sobrevuela como águila el sentido de la universalidad.

Igualmente ya entiendo de los sonidos que van más allá del morse, y de las miradas entre los árboles que desprenden la consciencia del bosque, y que sorprenden a todos los ojos que en él penetran. Incluso, ya sé hasta de hadas; a veces, tengo a muchas delante sentadas. Cada unidad interiorizada de esta manera, da alas a la libertad porque contiene todos los tonos de la diversidad.

Con tanto revoloteo, todo lo que digo ya lo improviso, y hasta persigo desde las alturas cualquier panorama con el que pueda escribir sobre un detalle, buscando el apunte final que me permita hacer de lanzadera para llegar así al siguiente repertorio, para saltar al abismo sobrevolando el interior.

Y aunque ahora todo ha cambiado y se ha transformado, continuo imaginando mi aguilucho, continuo volando con inventiva acrobacia y desde la loma de otro valle encantado, surco el cielo con esa paz que me da tener todo el sustrato condensado de mi ruta de vuelo en el álgebra de la memoria.

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