lunes, 15 de octubre de 2012

EL HOMBRE BALA

Un Ícaro volador se va a lanzar en picado desde los extras nubarrones, en las brisas irrespirables de la estratosfera. Está decidido a fulminar todas la alturas de los trampolines de las piscinas; las dejará a ras de alpargata de tela y de guarache de indio americano.


Allí arriba, coronado su Everest de pico celestial, se lanzará al abismo haciendo de bala de pistolero, destronando, a velocidad de cohete, al mismísimo sonido. Será, durante unos minutos, el hombre supersónico o el dios Mercurio mensajero; incluso, podrá ser un cartero marciano que trae una carta urgente a la Tierra.


Pero para que no acabe de mosquito aplastado, para que no finalice de meteriorito que lame la tierra de un cráter, va a desplegar, antes de su llegada del firmamento, un paracaídas. La llegada a la diana planetaria sucederá por la vía romántica, meciéndose en el vaivén de la brisa que mueve una falda y recibiendo el halago por superar al miedica interior.


Así es como llegará de ver las rositas del cielo de los ángeles, de los querubines de alas de algodón que se mantienen sin caer, ni en picado o en plancha, hasta el fondo de la humana barranca. Una vez acabe la proeza el hombre bala volverá a meterse en una sala. Una vez haya pulverizado las alturas dejará de ser el cartero marciano y el Mercurio mensajero.


Aunque siempre será un Ícaro y el más volador aventurero.





























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